miércoles, 1 de julio de 2009

2

Me hacía sentirme mejor, ver aquella gente. Me hacía sentirme mejor que ellos.

Todos lo éramos, en aquella casa, en aquella fiesta, más jóvenes, más guapos, mejores. Se sentía el ruido desde abajo. Me gustaba caminar por la calle y ver como la gente miraba hacia arriba con envidia, con envidia disfrazada de indignación, o de indiferencia, y saber que me estaban esperando en esa fiesta y a ellos no, porque yo era mejor, nosotros éramos mejores, un club selecto que organizaba sus reuniones en un cuarto piso de la calle Barquillo mientras los demás volvían del trabajo o iban al supermercado. Era como haberse escapado del incendio.

- Alejandro -pronunciaba mi nombre como si lo masticara, y cada vez que lo hacía me parecía que no lo había oido nunca hasta ese momento, o que no hablaba conmigo, que hablaba de mí como si yo no estuviera, como si estuviera muerto, y, a la vez, que era la primera vez que realmente alguien me llamaba- qué bueno verte -tenía el pelo rojo y los ojos azules y el cuerpo de una mujer de otra época, turgente, diría, si tuviera que usar la palabra turgente en una frase no podría hacerlo porque me imaginaría sin remedio las caderas anchas y planas de Ana Carbeño moviendo el culo al ritmo de sus pasos.

Pregunté si había llegado todo el mundo y no sé que contestó, porque no me importaba. Era un placer verla moverse entre la gente, entre sus posesiones, como si aquella casa fuera el único lugar, el último búnker, el fin del mundo. Preguntó si quería tomar algo y me lo sirvió. Preguntó algo que no escuché y ella repitió y era algo sobre el color de las cortinas.
Absurdo.
Pregunté por las drogas y al girarme la vi.

-Ah sí, vino Helena ¿no te lo dije?

No, no me lo dijiste, hablabas de no sé que mierda de las cortinas, pensé, pero no lo dije porque no puedo hacer dos cosas a la vez, y en ese momento me precipitaba en un contrapicado de la ciudad de noche y una casa con la ventana encendida y alguien fumando y riendo en el balcón y detrás gente que bailaba bajo la luz anaranjada y detrás, sentada sobre una de sus piernas, con la otra cruzada totalmente en paralelo, una mujer -un niño, casi- que fumaba tabaco de liar y bebía cerveza metiendo levemente la lengua dentro del cuello de la botella.

Y detrás, yo.




martes, 30 de junio de 2009

1

Llevaba unos zapatos planos y cerrados, de esos que parecen bailarinas pero tienen la parte superior, la que cubre los dedos, más corta, y permite que asome el final, el tronco, la raíz de los dedos de los pies, apelotonados, mutilados, sin uñas, fuera de contexto.

Era obsceno.

Intenté desviar la mirada y me encontré con una mujer blanca de tetas enormes. No digo que fuera blanca porque no fuera negra, sino porque tenía una piel blanquísima, lechosa, y las tetas, gordas y redondas, asomaban por un escote distraído que permitía ver la puntilla bordada y ennegrecida de un sostén de aro, alta sujeción. Eran unas tetas donde a cualquiera le gustaría meter la cabeza.

La mujer de las tetas leía un libro. Eso me gustaba e incentivaba mi odio por la mujer de los pies con dedos asquerosos sin uñas que mascaba un chicle y miraba al vacío, vacío que resultaba ser yo. Yo antes también leía libros, pero ya no, ya no podía leer libros porque la vida iba muy rápido y las noches eran cortas y yo tenía mucho que hacer, y eso me producía una mezcla de envidia y admiración por la mujer que sujetaba entre las manos aquel hermoso ejemplar de 600 páginas mientras le daba igual que ya se le viera casi la mitad de la copa del sujetador gastado, que el vagón diera un frenazo y su carne bailara como un plato de natillas, que el hombre de detrás se arrimara innecesariamente a su trasero. Que se acabara el mundo le daba igual porque su vida era la página 375 de aquel libro que le dormía las manos con el peso, porque seguramente su vida era una mierda y no tenía a nadie que valorara el privilegio de beberse el sudor de entre sus tetas enormes.

Yo ya no podía leer porque me importaban demasiadas cosas. Por eso recorría una y otra vez con las palmas abiertas los pantalones negros de pitillo y me miraba los zapatos desde arriba, que parecían estar muy lejos o ser muy pequeños o ambas cosas. Era como mirarme los pies subido a una silla.

- Perdona -La mujer sin gusto ni uñas en los pies se dirigió a mí regalándome una visión privilegiada de su chicle de menta- ¿te conozco?

Afortunadamente había llegado mi parada. Afortunadamente mi pantalón negro estaba perfecto, y mis zapatos, y mi pelo que dejé de ver un segundo en el cristal de enfrente para mirar a la mujer obscena de dedos mutilados.

- No.

Ilustración de cabecera de Eduardo Alvarado
 
 
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