Llevaba unos zapatos planos y cerrados, de esos que parecen bailarinas pero tienen la parte superior, la que cubre los dedos, más corta, y permite que asome el final, el tronco, la raíz de los dedos de los pies, apelotonados, mutilados, sin uñas, fuera de contexto.
Era obsceno.
Intenté desviar la mirada y me encontré con una mujer blanca de tetas enormes. No digo que fuera blanca porque no fuera negra, sino porque tenía una piel blanquísima, lechosa, y las tetas, gordas y redondas, asomaban por un escote distraído que permitía ver la puntilla bordada y ennegrecida de un sostén de aro, alta sujeción. Eran unas tetas donde a cualquiera le gustaría meter la cabeza.
La mujer de las tetas leía un libro. Eso me gustaba e incentivaba mi odio por la mujer de los pies con dedos asquerosos sin uñas que mascaba un chicle y miraba al vacío, vacío que resultaba ser yo. Yo antes también leía libros, pero ya no, ya no podía leer libros porque la vida iba muy rápido y las noches eran cortas y yo tenía mucho que hacer, y eso me producía una mezcla de envidia y admiración por la mujer que sujetaba entre las manos aquel hermoso ejemplar de 600 páginas mientras le daba igual que ya se le viera casi la mitad de la copa del sujetador gastado, que el vagón diera un frenazo y su carne bailara como un plato de natillas, que el hombre de detrás se arrimara innecesariamente a su trasero. Que se acabara el mundo le daba igual porque su vida era la página 375 de aquel libro que le dormía las manos con el peso, porque seguramente su vida era una mierda y no tenía a nadie que valorara el privilegio de beberse el sudor de entre sus tetas enormes.
Yo ya no podía leer porque me importaban demasiadas cosas. Por eso recorría una y otra vez con las palmas abiertas los pantalones negros de pitillo y me miraba los zapatos desde arriba, que parecían estar muy lejos o ser muy pequeños o ambas cosas. Era como mirarme los pies subido a una silla.
- Perdona -La mujer sin gusto ni uñas en los pies se dirigió a mí regalándome una visión privilegiada de su chicle de menta- ¿te conozco?
Afortunadamente había llegado mi parada. Afortunadamente mi pantalón negro estaba perfecto, y mis zapatos, y mi pelo que dejé de ver un segundo en el cristal de enfrente para mirar a la mujer obscena de dedos mutilados.
- No.
Era obsceno.
Intenté desviar la mirada y me encontré con una mujer blanca de tetas enormes. No digo que fuera blanca porque no fuera negra, sino porque tenía una piel blanquísima, lechosa, y las tetas, gordas y redondas, asomaban por un escote distraído que permitía ver la puntilla bordada y ennegrecida de un sostén de aro, alta sujeción. Eran unas tetas donde a cualquiera le gustaría meter la cabeza.
La mujer de las tetas leía un libro. Eso me gustaba e incentivaba mi odio por la mujer de los pies con dedos asquerosos sin uñas que mascaba un chicle y miraba al vacío, vacío que resultaba ser yo. Yo antes también leía libros, pero ya no, ya no podía leer libros porque la vida iba muy rápido y las noches eran cortas y yo tenía mucho que hacer, y eso me producía una mezcla de envidia y admiración por la mujer que sujetaba entre las manos aquel hermoso ejemplar de 600 páginas mientras le daba igual que ya se le viera casi la mitad de la copa del sujetador gastado, que el vagón diera un frenazo y su carne bailara como un plato de natillas, que el hombre de detrás se arrimara innecesariamente a su trasero. Que se acabara el mundo le daba igual porque su vida era la página 375 de aquel libro que le dormía las manos con el peso, porque seguramente su vida era una mierda y no tenía a nadie que valorara el privilegio de beberse el sudor de entre sus tetas enormes.
Yo ya no podía leer porque me importaban demasiadas cosas. Por eso recorría una y otra vez con las palmas abiertas los pantalones negros de pitillo y me miraba los zapatos desde arriba, que parecían estar muy lejos o ser muy pequeños o ambas cosas. Era como mirarme los pies subido a una silla.
- Perdona -La mujer sin gusto ni uñas en los pies se dirigió a mí regalándome una visión privilegiada de su chicle de menta- ¿te conozco?
Afortunadamente había llegado mi parada. Afortunadamente mi pantalón negro estaba perfecto, y mis zapatos, y mi pelo que dejé de ver un segundo en el cristal de enfrente para mirar a la mujer obscena de dedos mutilados.
- No.
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